Cruz de las Flores
Llegué a Cruz de las Flores por la noche.
Estaba excitada, era mi primer gran trabajo de campo y lo había planificado por
largo tiempo. Era ya muy tarde, supuse que un día de semana por la noche sería
siempre así de tranquilo. No me crucé con nadie en las tres cuadras que separan
la parada de autobús de la hostería, solo otras dos o tres personas bajaron
detrás de mí y se dispersaron apenas el vehículo siguió su ruta adentrándose en
la oscuridad del monte. Yo era la única que tenía algún tipo de equipaje, solo
una mochila pero demasiado grande para mi peso. Los demás, seguramente serían
lugareños que toman este autobús por un trayecto corto, para ir a la ciudad más
cercana al médico, a hacer algún trámite, toda esta dinámica la tendría que
averiguar en los próximos meses.
Sabía que no llegaría a tiempo de retirar las
llaves de la casa que me serviría de morada, pero sabía también de la única
hostería del pueblo. Era una casa de familia que destinaba una o dos
habitaciones a los pocos viajeros que pasan por allí: trabajadores temporarios
del aserradero o de la hacienda agrícola cercana.
Por la mañana me levanté un poco perdida,
apenas abrí los ojos no reconocí nada familiar en ese cuarto. Estaba muy
cansada y dormí profundamente. Me vestí con la ropa del día anterior pero con
una camiseta limpia y me lavé los dientes en la pequeña pileta del patio. Aunque
vieja y un poco manchada, parecía limpia.
Saludé a la dueña de casa que lavaba paños
blancos agachada sobre una palangana de plástico roja. Los frotaba sobre una
tabla para quitar los restos de mugre. Desde pequeña no había vuelto a ver una
tabla de lavar de madera. En la casa de mi abuela había una, recuerdo cómo la
usaba ella, pero me di cuenta que no sabría hacerlo.
“El Josefo le dejó esto pa’ usté” me dijo la
señora y sacó un juego de llaves del bolsillo del delantal estampado, raído y
salpicado de agua enjabonada. La piel arrugada de tanto estar a la intemperie
bajo el sol intenso del trópico, los ojos buenos y cansados. Le agradecí y me
despedí sin prisa pero con decisión. Quería llegar temprano a la casa pera
acomodar mis cosas y ponerme a trabajar, tenía que planificar mi primera
entrevista, si fuera posible para ese mismo día o el día siguiente. Mis tiempos
eran muy estrictos, tenía un plan bastante ajustado para el trabajo de campo y
la escritura de mi tesis de doctorado. No es verdad lo que piensa la gente como
mi madre y sus amigos. La antropología también es una ciencia y nuestro trabajo
requiere de cálculo y planificación.
Carmen, la señora de la hostería, me explicó
cómo llegar indicándome con la mano desde la puerta. Antes de irme le pregunté
si podía volver otro día a “charlar” con ella, me miró extrañada y se rió “a
charlar de qué señorita? Se va a burrir usté conmigo”. No podía explicarle ahora que soy
antropóloga, que estoy haciendo un trabajo de campo para terminar mi doctorado,
la gente se asusta y no quiere hablar con una académica, preferí decirle que la
quería conocer y que si le parecía bien otro día volvía a tomar unos mates y
charlar. Se rió de nuevo como quién habla con un loco, pero me dio pie para
volver.
Eran solo dos cuadras las que tenía que
recorrer, pero igualmente ya casi finalizaba el trazado urbano del pueblo. Aún
era temprano, pero el sol ya pegaba fuerte levantando la humedad de la calle de
tierra apisonada. Otra vez, no me crucé a nadie en el camino, sólo un perro
viejo que me miraba de aburrido, echado en la puerta abierta de una casa
humilde.
Llegué ya muerta de calor y con ganas de
ducharme. La primera impresión de la casa me estrujó el estómago. Era más
pequeña y estaba peor mantenida que en la foto que había visto. La había
encontrado a través de un contacto de mi madre, que a su vez tenía un contacto
en la ciudad más cercana y que le hizo el favor de venir al pueblo a preguntar
por una casa para alquilar. Apenas recibió la foto me dijo “Mi contacto
consiguó algo, pero no es para vos.” Y me mostró la foto “vos no te vas a
quedar en esa pocilga no?”. Ella quería alquilarme una casa con jardín en las
afueras de la ciudad a cuarenta quilómetros y un coche para ir y venir todos los
días. No podía entender que lo que yo
necesito no es estar cómoda, es estar cerca, convivir con ellos. Eran esfuerzos
innecesarios. No lo entendió.
Ahora me resonaban sus palabras. La puerta de
chapa había ido perdiendo tanto su pintura verde como su forma original y me
costó abrirla. Tuve que darle un empujón con todo el cuerpo para que cediera. Entrando
a la casa se accedía directamente a la cocina. Tenía una mesa de madera de pino
un poco desvencijada que parecía haber vivido un largo tiempo a la intemperie.
Dos sillas de caño con los tapizados floreados un poco ajados y un aparador con
vajilla. Eran los únicos muebles sobre el piso de ladrillo cocido desparejo y polvoriento.
A la derecha una cocina con la bomba de gas conectada a la vista. La única
ventanuca del cuarto daba al monte, al menos tenía mosquitero, cosa indispensable
para poder abrir las ventanas y no morir sofocada bajo el techo de chapa. Sobre
el ángulo en la pared izquierda una abertura sin puerta daba paso al cuarto. Seguí
el único recorrido posible un poco angustiada. Todas las paredes eran de
cemento mal revocado, blanqueándolas con cal algunos años atrás, habían dejado
salpicaduras blancas en el piso de ladrillo. El cuarto se componía de una cama
matrimonial de madera de pino, cubierta por un acolchado de enormes rosas
azules y celestes. No sé porque me pareció que daba al cuarto un aire levemente
funerario. A la derecha de la cama, una mesa de luz improvisada con un cajón de
madera y una tabla encima sostenía una lamparita de cerámica con tulipa de
plástico en un rosa pálido. “¿Quién puede comprar algo así?” Pensé. Al costado
de la cama, una silla y una cajonera a la que le faltaba un cajón. Todo venía
de mal en peor, pero la mayor sorpresa me la llevé al entrar al cuarto de baño.
Un inodoro relativamente nuevo pero sin asiento, una pequeña pileta enlozada
sobre la que colgaba un botiquín con espejo que reflejaba mi cara, mezcla de
asco, miedo e ira. Corrí la cortina de baño enmohecida para ver el estado de la
ducha. Una pequeña lagartija con su cuerpito negro y amarillo brillante me
miraba desde el piso cercano al desagote. Di un salto desproporcionado hacia
atrás y la mochila que no me decidí a descargar sobre la cama cayó de un golpe asustando
al bicho que salió reptando a toda velocidad. Levanté la mochila, la tiré con
bronca en la cama y volví a la cocina. Me senté en una silla casi sin tocarla y
las lágrimas empezaron a brotar sin control. Cómo podría vivir, comer, dormir y
trabajar seis meses en un lugar en el que no me animaba ni a respirar? Lo que
más bronca me daba es tener que darle la razón y aceptar su dinero. Voy a limpiar
todo y a tratar de aguantar, pensé. Si no puedo ya veré qué invento, pero definitivamente
no se lo voy a contar.
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