Madame
Serían aproximadamente las seis cuando tuvo
que levantarse para ir al baño. Hizo varios esfuerzos por seguir durmiendo,
pero su cuerpo no podía retener más. Asomó un pie lentamente de entre las
pesadas sábanas de algodón blanco, luego el otro. Apenas tocando la alfombrita
al costado de la cama aún con los ojos cerrados, buscaba las pantuflas a
tientas. Se paró lentamente y a paso inseguro recorrió los pocos metros de
distancia hasta el baño. Era verano, por la ventana abierta de par en par entraba
el fresco matutino, que duraría unas horas más. Luego cuando el sol implacable
comenzase a azotar el jardín, levantaría la humedad del rocío nocturno, y otra
vez crecería ese vaho denso, en el que los insectos estivales se regodean.
Luego de aliviar la presión que le inflaba las entrañas, ya más cómoda y un
poco más despierta, se paró en la ventana a contemplar el jardín al claro de
las primeras horas del alba. El camisón blanco de lino inmóvil, los cabellos
canos largos hasta los omóplatos, le daban un aire espectral.
Volvió a la cama con la esperanza de dormir
una hora más y lo consiguió. La despertaron las campanadas de las siete, y
Agnes, una gata persa gorda y de largo pelaje gris, que la acompañaba desde
hacía más de diez años. Se levantaron juntas y como todos los días, caminaron
con pasos suaves, haciendo apenas crujir la antigua madera. Madame se dirigió
al gran ventanal de vidrios repartidos sobre la mesada y empujó hacia fueras
las dos hojas para abrirla de par en par, aprovechando la sombra y el olor de
la glicina que aún tenía algunas flores. Se preparó su café y hechó una taza de
leche a la gata que le ronroneaba entre las piernas delgadas pero aún tersas.
Apoyó el cuenco suavemente en el piso de baldosas de barro, reluciente de
tantos años del servicio familiar. Cuando vivían todos allí, sus padres y
abuelos, había personas específicas que se encargaban de encerar todos los
pisos de la casa. Ella sola, con esa enorme casona, sólo podía permitirse una
ayudante, pero no la quería viviendo allí y tampoco le podía pagar para que
fuera todos los días. Poco a poco, algunas zonas habían ido quedando
abandonadas a las inclemencias del paso del tiempo. Pero el jardín no, el
jardín era su pequeño tesoro. Se pasaba horas resembrando bulbos, desmalezando,
poniendo tutores a las rosas, fertilizando los pocos frutales que le quedaban.
Y también se pasaba horas contemplándolo, desde la cocina o la amplia galería
que permitía integrar la pesadéz de la historia de la casa con la vida
desbordante de la vegetación. Tomaba su café a sorbos lentos y ruidosos, con la
mirada perdida en el verde, cuando de repente la sorprendio el sonido del timbre.
Quién demonios podría venir a molestarla a esas horas, se preguntó. Alejó la
taza de porcelana de los labios y frunció a la vez los labios y el entrecejo.
No era nada habitual, hoy la chica no vendría, el cartero no toca más el
timbre, sabe que no le gusta que la disturben. Hacía años que había perdido
contacto con los pocos familiares lejanos que le quedaban vivos. No tenía
relación con nadie en el pueblo, consideraba muy mal a los habitantes de estas
tierras, los encontraba gente insulsa e ignorante. Tampoco tenía amigos que
pudieran visitarla, estos habían quedado en París y en la juventud. Estaba
pensando en no abrir, en permanecer en silencio, y dejar que se marchen. Pero
del otro lado una voz masculina exclamó:
- Madame, soy yo, el doctor.
Este joven apuesto y gentil, había seguido la
profesión de su padre, y en toda su herencia, había recibido a esta paciente especial.
Ella era la única que se negaba rotundamente a ir a su consultorio, por lo que la
visitaba en su casa. Pero esta vez era muy extraño, no estaba enferma ni lo
había llamado. El joven médico empezó a hablarle desde el otro lado de la
puerta, ante el temor de que no lo dejara entrar. Le explicó que tenía un pedido
muy especial que hacerle.
Entonces tomó el pomo de la puerta y lo giró
lentamente. Era la curiosidad que la movía, no el interés, ni siquiera por ese
joven amable y atento que era su único contacto con la sociedad. Lo hizo pasar
a la cocina, y sin más le dijo:
- Diga doctor, de qué se trata este pedido,
aunque no le prometo nada.
Un poco incómodo le explicó que estaba de
visita por el verano una famosa fotógrafa italiana. Le dijo que había oído
hablar de ella y había estado observando desde afuera su importante casa, y
quería fotografiarla. Tenía un proyecto de entrevista fotográfica que deseaba
tanto hacer con ella. Se esforzaba por explicarle tímidamente ante el miedo a
un muy probable rechazo.
Madame lo cortó enseguida para ahorrarle el
momento de incomodidad en el que claramente se lo veía:
- Que venga - respondió sin titubear ni un
segundo.
El doctor la miró incrédulo pero
inmediatamente se dio cuenta de que iba en serio y que lo mejor era no agregar
más nada.
- Bueno eh… gracias entonces, le digo que
pase por aquí….
- Si. Mañana a las 10 – Sentenció Madame.
Recorrió el corredor hacia la puerta que conocía
muy bien sin poder salir de su asombro. Aún a sus ochenta años, era una mujer enigmática
e impredecible.
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