Aún entre las sábanas

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Aún entre las sábanas, la brisa fresca fluye traviesa desde las ventanas abiertas y roza los cuerpos esquiva, casi juguetona. Con movimientos suaves, entre los frunces de las sábanas, la curva de una cadera, la flexión de una rodilla, los dedos entre los cabellos, asoman del ensueño con pereza. Los perros salen del letargo nocturno, estiran sus patas flacas y esperan una señal.
El pinar cubre la colina como un manto rugoso y heterogéneo. Verde oscuro, grisáceo, amarronado entre algunos copos amarillentos cada tanto. Ya está por llegar el otoño. Pero no aún. Las lluvias de días pasados alimentaron los arroyos que bajan grávidos, transportando vida. Más adelante se unirán con el río, atravesarán la ciudad y se fundirán en el mar, que apenas se distingue como una línea plateada allá en el horizonte.
Todo es calma. El tiempo no pasa siempre a la misma velocidad. A veces parece suspendido, como si ofreciera la oportunidad de disfrutar el solo hecho de existir. A estas horas, la vida puja por expandirse invisible, ubicua. Los primeros rayos del sol se adivinan ya detrás de las colinas. Vuelven el cielo de un celeste translúcido. A medida que se alza, su luz directa va avanzando desde abajo, como un manto naranja que lo va cubriendo todo lenta e imperceptiblemente. Levantando a su paso las últimas gotas del rocío que la noche ha dejado abandonadas sobre las hojas.
El aroma del café es un impulso agudo que despierta los sentidos. Lo beben de a pequeños sorbos entre miradas cómplices, sin pronunciar palabra. Hay momentos en los que las palabras no caben, en los que sobran y son exceso. Una noche marcada por el amor sensual, intenso y profundo, deja huellas en los cuerpos. Bajo la luz matinal vuelven a reconocerse, a recordar y a sonreírse, como quien conoce una gran verdad que para el resto del mundo permanece oculta.
Ella enciende un cigarrillo sentada en el umbral de  la galería, justo antes de salir al más allá de ese espacio suyo, protegido, donde aún se suspenden los vapores de la noche. Los perros la secundan como guardianes de un tesoro. Él quiere conservar esta imagen para siempre, pero elige no moverse para no alterar en nada la composición de ese cuadro que se parece bastante a la representación terrena de la felicidad.
Desde el monte llegan sonidos de animales invisibles, graznidos de aves indomables, movimientos de millones de insectos que ya trabajan incansablemente anticipando la llegada de la temporada fría.
Ellos dos y sus perros, se animan y comienzan a moverse también. Pero a diferencia de los animales salvajes, a los que los empuja un propósito vital de supervivencia, ellos van impulsados por una voluntad contemplativa, como buscando experimentar en carne propia la vastedad de la existencia. Parece que buscaran traspasar la distancia entre ellos y el universo, borrar los límites.
Caminan por el bosque, recorren senderos, admiran la belleza de los sistemas vivos que gozan aún de la armonía que les es propia. Intentan contaminarse de la pureza que conservan. Perderse en esos lugares que han escapado a la acción de la mano dominante que lucha por apropiarse de todo.
Los invade el olor a tierra mojada, el aire denso del sotobosque que se vuelve más y más húmedo a medida que crece la exuberancia vegetal: arboles jóvenes, retoños de los grandes pinos marítimos, arbustos, hiedras que trepan buscado el aire, musgos y hierbas conviven en una lucha sutil por sobrevivir.
El arroyuelo se amplia. El ruido de la pequeñas cascada golpeando sobre rocas bañadas de verdín se vuelve más y más intenso. Es un claro en el medio del dosel vegetal en el que los rayos del sol se precipitan en el agua potenciando su clara transparencia. Este era el destino, el punto de llegada. No lo sabían antes, pero lo saben ahora. Descubrir juntos un nuevo paraíso, sólo para ellos, donde poder volver a desnudarse y sentir lo más parecido a la felicidad.

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