Como un fantasma
De repente un día, sin anunciar, sin despedidas y sin
explicación alguna, Mariano desapareció de la faz de la tierra sin dejar ni un
rastro, tan solo los recuerdos y un millón de preguntas.
Esa mañana nos levantamos temprano, desayunamos en la cocina
con calma pero con el ansia de emprender viaje. Nos preparamos también una
pequeña colación para el camino. Nos gustaba hacer muchos kilómetros y parar en
algún lugar agreste, extender una manta y comer bajo los árboles. Habíamos decidido
tomarnos unos días en mitad de septiembre para estar solos y tranquilos.
Buscamos por internet una pequeña cabaña en un pueblo costero. Tenía todo lo
que necesitábamos para cubrir nuestras expectativas: un cuarto con un gran ventanal
al mar, y una sala con sillones en torno al hogar a leña. Si estaba lo
suficientemente fresco nos tomaríamos un buen vino tinto, intenso y
aterciopelado, mirando el crepitar del fuego.
Nos conocimos dos años atrás en una librería. Yo buscaba una
novela de Murakami que aún no hubiera leído, y Mariano deambulaba en la sección
de filosofía política. Noté enseguida que me seguía con la mirada, intentando disimuladamente
acercarse y buscar una excusa para hablarme. Luego me confesó que especulaba,
que no sabía qué decirme, sus habilidades sociales no eran su principal virtud,
pero superó su timidez con poco esfuerzo y encontró una buena excusa:
-
Me imagino que ya habrás leído Tokio blues ¿verdad? Yo empecé por ahí y
me volví loco.
Yo también había empezado por allí y me había vuelto fan de
Murakami. Enseguida estábamos conversando y riendo como si nos conociéramos de
una vida. Nos cansamos de estar parados y nos fuimos a tomar un café y de allí
juntos a mi casa. Al poco tiempo estábamos viviendo juntos y haciendo una
cuidadosa lista de todos los lugares del mundo a los que queríamos ir. Si ya
habíamos estado antes en aquel sitio, entonces queríamos volver para mostrarle
al otro los pequeños recovecos, lo bares, hacerlo probar un plato especial. Si
no habíamos estado, entonces fantaseábamos con qué haríamos cuando llegáramos.
Tuvimos enseguida una relación muy simbiótica, quizás un
poco excesiva, pienso ahora que su ausencia dejó demasiado espacio en mi casa,
en mi vida, y un agujero de tejido muerto en mi corazón.
Aquel día fatídico dejamos atrás Barcelona alrededor de las
once de la mañana en dirección a la Costa Brava y luego a Francia. A eso de las
catorce paramos en una estación de servicio sobre la E15 un poco después de Perpiñán.
Necesitábamos ir al baño y refrescarnos un poco. Era una de esas estaciones gigantes,
con varios restaurantes, una cafetería, un taller mecánico y hasta un local de
apuestas automáticas. Tardamos en descubrir dónde estaban los servicios. El de
mujeres era dentro del mini-supermercado: tuve que atravesar toda una zona
llena de chocolates a la entrada, y otra de galletitas y snacks a la salida. En
cambio el de los hombre daba al exterior, se ingresaba por detrás del local. A
pesar de que el lugar era enorme, en el baño de mujeres no había prácticamente
nadie. Fui bastante rápido y luego me quedé un par de minutos ojeando revistas
de cotilleo. Después de un rato volví al coche. Lo habíamos dejado estacionado
en el parking, a unos treinta metros del local principal. Me quedé allí unos
minutos, pero Mariano no venía. Entonces fui hasta la puerta del baño de
hombres. Esperé allí un rato más, ya comenzaba a entrarme la ansiedad. Siempre
me intranquilizaron los lugares donde hay un tráfico de personas permanente e
intenso. Cada vez que se avecinaba una sombra a punto de salir del corredor del baño mi
corazón se aceleraba. Seguían entrando y saliendo hombres y ninguno era
Mariano. Frené a un chico que salía y le pregunté:
-¿Te puedes fijar si hay alguien en alguno de los
compartimientos que esté descompuesto? Mi novio entró hace más de veinte
minutos y no sale. Se llama Mariano.
El chico no hablaba español pero me entendió perfectamente.
Recorrió el baño, lo oí desde afuera golpear puerta y preguntar algo. Al minuto
volvió a salir. Moviendo la cabeza de lado a lado me dijo en francés que no,
que no había nadie allí, que lo había comprobado.
Comencé a angustiarme, recorrí el trayecto del edificio al
coche varias veces, entré a los locales, consulté si había más baños, comencé a
llamarlo en voz cada vez mas alta. Ya había pasado más de una hora y entré en
una especie de crisis nerviosa, lloraba y gritaba su nombre caminando de un
lado a otro sin sentido. Un par de horas después el lugar era un caos: vino una
ambulancia, después la policía, la gente que comenzaba a amontonarse en torno
preguntando qué había pasado.
A partir de allí mis recuerdos son difusos y recortados,
como una seguidilla de escenas inconexas. Yo subiendo a un patrullero, andando
por una avenida de casas de fin de semana, yo en la comisaría, una mujer
policía que me trae agua, yo repitiendo varias veces a distintas persona todo
el itinerario de acontecimientos del día, personas que salen y entran sin
información nueva.
Me tomaron una denuncia, me explicaron detalladamente cómo
seguiría el procedimiento de investigación, pero yo no lo podía comprender, estaba
como ausente, mi cuerpo estaba allí pero yo no, una parte de mí había desapareció
con él, y nunca más volvería.
La policía no pudo explicar nada, ni en ese momento ni
luego de meses de investigación. Nadie tuvo ni un sólo indicio de lo que pudo
haber pasado con él. Nunca más supimos nada, ni su familia, ni sus amigos, ni
yo. Se esfumó como un fantasma, como si no hubiera jamás existido. Me llevó un
largo tiempo entender con el alma que fue real, que era mi compañero, pero que
no puedo explicar el hecho de que simplemente ya no está. Llevo años
especulando con qué puede haber pasado con él, desde teorías paranormales hasta
complots y extraterrestres. Pero no hay una sola huella que permita sustentar
nada.
En momentos de locura pienso que quizás Mariano está cerca,
desde algún lado mirandolo todo, viendo mi vida como una película dramática sin
poder acercarse. Pero el dolor me empuja a duelar, un duelo sin cadáver.
Ahora, dos años después, sólo me quedan los recuerdos, y el
temor de que un día, a la vuelta de la esquina y por arte de la misma
maldición, desaparezcan para siempre como él.
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