Manchas negras


Aquel fue el período más particular que pasé entre estas paredes de hormigón que siento más mi hogar que mi propia casa. Ya son veinte años de servicio entre estas mesas de formica y estos sillones de metal y cuero ajado del Ministerio de Seguridad Social.
Recuerdo con claridad cómo empezó todo, porque fui yo quién encontró el primer mensaje. Quizás por eso me sentí tan llamado a actuar. Una carpeta abierta expuesta en el escritorio de Carmen, llamó mi atención como un cadáver fresco en el medio del living. Carmen estaba de licencia por maternidad y todos lo sabíamos, eso no tenía porque estar allí. Me acerqué a mirar en detalle. Una enorme mancha negra cubría todo el documento, dejaba ver: todos – son – materia fecal. Sólo esas tres palabras escapaban a la gran mancha negra que cubría enteramente un documento confidencial sobre la planificación de cloacas en un barrio periférico de la ciudad. Me quedé parado frente al mensaje sin reaccionar. ¿Qué demonios era eso? Luego tomé la carpeta y me dirigí a la oficina de Barragán, mi jefe directo. Me frenó Erica, su secretaria, una mujer pelirroja de cabello corto, de un inmutable mal humor. Me miró por encima de los anteojos:
- ¿Qué quiere?
- Necesito ver al señor Barragán- le dije un poco agitado.
- No lo puede atender en este momento – Dejó de mirar su computadora, alzó la vista por encima de los anteojos y esbozó una mueca burlona, empujada por la felicidad que le daba ejercer su pequeña cuota de poder.
- Es urgente, por favor ¿le puede preguntar? – supliqué.
- ¿Por qué tema es?
- Es un tema confidencial, no le puedo dar esa información – Ahora era yo el que  me regocijaba con su cara de perplejidad.
En eso se abre la puerta de la oficina de Barragán y entré sin más. Le informé lo sucedido pero pareció no perturbarse en lo más mínimo.
- Debe haber sido un error. No se preocupe, vuelva a su puesto, lo miraré.
Al día siguiente, llegué a mi escritorio a las 8:50 y tenía en mi propio puesto de trabajo el segundo mensaje. Otra gran mancha negra revelaba tan solo: sois – unos – cerdos.
Se me erizaron los pelos. Esto era ya una apelación directa! Necesitaba actuar. Tomé el documento y me dirigí nuevamente a la oficina de mi jefe. Esto ya tomaba otra dimensión.
Apenas me vio venir, la secretaria maldita dejó de escribir y me arrojó como una flecha de venganza:
- No puede pasar. El señor Barragán está ocupado.
Seguí como si nada, toqué la puerta y entré. La vi pararse a mi paso con intención de frenarme pero la ignoré y cerré la puerta.
- Señor esto ya es preocupante. Tenemos que hacer algo – le dije mientras le mostraba el segundo mensaje siniestro.
A estas alturas logré que me soltara una respuesta concreta. Con cara de preocupación me dijo:
- Muy bien. Investigue Ramírez. Tiene mi apoyo.
Se había corrido la voz en el quinto piso y algunos ya empezaban a comentar acerca del misterioso mensajero.
Estévez, mi compañero de turno se acercó por la tarde y me sugirió:
- Si las carpetas aparecen por la mañana temprano, ¿por qué no venís a las seis, apenas abren las puertas del ministerio?
Eso hice al día siguiente. Entré a las seis junto con todo el personal de ordenanza. Me dirigí al quinto piso. Aún estaba totalmente vacío y casi a oscuras. Me senté en un rincón, detrás de una gran estantería repleta de archivos y esperé allí como una estatua, haciendo un esfuerzo para no dormirme. Como a las 7:15 comencé a escuchar unos pasos. Todo mi cuerpo entró en tensión. Me quedé aún más inmóvil, casi sin respirar. Vi aparecer entonces a Alberto Franco, un tipo de mediana edad, calvo y enjuto que no hablaba jamás con nadie. Avanzaba mirando hacia atrás con una carpeta bajo el brazo, como escapando de una persecución imaginaria. Se dirigió al escritorio de Estévez y abrió la carpeta de par en par. Se detuvo unos segundos y salió a paso rápido hacia los ascensores.
Me quedé allí al menos un minuto. Me dirigí lentamente al escritorio de Estévez sabiendo que seguramente era lo que pensaba. El tercer mensaje mostraba: pagarán – los – culpables. Tomé la carpeta entre mis dedos casi sin tocarla para no arruinar la prueba del delito y esperé.
A las nueve, cuando llegó la secretaria de Barragán, yo ya estaba sentado en la puerta del despacho esperándolo. Me miró y revoleó los ojos al cielo sin decir una palabra.
A las 9:15 llegó Barragán y me hizo pasar. Le conté todo lo sucedido. Parece ser que luego citó a Alberto Franco. Tenía las manos manchadas de tinta negra. Luego lo interrogaron algunas autoridades del ministerio y recomendaron una consulta psiquiátrica. Nunca más lo vimos. Aparentemente su familia lo internó en un hospital psiquiátrico donde le diagnosticaron esquizofrenia.
Una semana después me llamó Barragán nuevamente.
Me extendió un documento firmado por el ministro en el que me agradecían por mi dedicada labor y me recompensaban con un bono de medio salario. Ese día volví a casa caminando, mirando a mi alrededor con ojos nuevos. Esperando que pasen más cosas, queriendo que lleguen nuevos desafíos por los que desvelarme nuevamente.

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